domingo, 21 de noviembre de 2010

Oda a Benedetti. 1era Parte

                                         Bendito Olvido


Se despertó sobre una cama extraña para él. No reconocía la dureza del colchón. Tampoco el color azulado de las paredes de la habitación. La ropa que había dentro del armario y las caras que protagonizaban las fotografías de los marcos no le eran familiares. Verse encerrado en un espacio extraño le inquietaba. Sin embargo el temor pronto se desvaneció. El desasosiego por estar en casa ajena quedó relegado a un segundo plano cuando se percató de que su emplazamiento no era lo único que desconocía. Su rostro, reflejado en un espejo polvoriento, era algo novedoso para él. Como si del semblante de un desconocido se tratase, la repasó con detenimiento. De hecho, intentó analizar al pormenor su fisonomía para averiguar su edad. Sus ojos, pesarosos, tristes, aciagos, eran la lúgubre puerta a una fachada visiblemente castigada. No menos deprimente era su cabello, negro, seco, repleto de trasquilones. Vestía una camisa blanca y unos vaqueros desgastados. Sus zapatillas, de color negro, llevaban una franja marrón que, sin saber porqué, le evocaron a un olor a excremento que agitó su, ya de por sí, atribulada conciencia.
Debo tener unos 30 años, atestiguó en voz alta para probar de paso que sabía hablar. En otro ejercicio de introspección improvisado, ahondó en su dolorida cabeza para encontrar un nombre. Sin embargo, cuando más intentaba dar caza a la realidad en la que se veía sumido mayor era el desconcierto que reinaba. Nada, ni un apellido, ni siglas, ni un vago recuerdo de un pasado cercano, tan sólo el mayor de los vacíos.
Abatido por la situación se dedicó de nuevo a estudiar el entorno que le rodeaba. Lo primero que le llamó la atención en ese cubículo angosto de apenas tres metros de ancho era una pequeña mesita que encontró junto a la cama. Sobre ella había un viejo teléfono descolgado. Se abalanzó sobre el auricular que colgaba silencioso a pocos centímetros de tierra. Desesperado, buscó sin éxito una toma de línea en la pared que diese vida al dichoso aparato.
Cerca del teléfono, encontró un reloj de pulsera que si parecía funcionar. Aunque marcaba las tres y veinte, fue el hipnótico movimiento del segundero lo que captó su interés. Pasó un minuto entero con la mirada fija sobre su muñeca cuando, de pronto, un fuerte estruendo procedente del exterior le rescató del estado de sugestión en el que yacía. Desde la estrecha ventana contempló absorto como un río de personas, ajenos a su delicada situación, transitaban por la calle. Arriesgándose a una caída con fatales consecuencias, extrajo medio cuerpo por la cristalera para contar las ventanas que habían bajo la suya.
Tras certificar que moraba en un octavo piso, contempló de nuevo el panorama que se presentaba ante él. En la acera de enfrente una anciana paseaba a un perro, aunque por el ímpetu del animal pensó que más bien era este el que tiraba de la mujer. A pocos metros de la primera escena, dos hombres discutían airadamente junto a dos automóviles accidentados. 
La avenida, de dos direcciones y con una hilera de árboles haciendo de mediana, estaba repleta de establecimientos. Desde su posición pudo contar hasta ocho bares, cinco tiendas, tres farmacias, dos supermercados e incluso un hospital. A lo lejos, el bulevar se perdía en un horizonte sin fin fundiéndose con un cielo gris ceniza.
De pronto otro sonido, en esta ocasión musical y más armonioso, le hizo abandonar la calle. La melodía procedía de ese teléfono que hace cinco minutos estaba estropeado y sin conexión. Bloqueado por la situación no reaccionó hasta que la música cesó por completo. Le recorrió un sentimiento de alivio nuevo para él.
Una sensación ínfima ya que apenas unos segundos más tarde volvió a sonar. En esta ocasión reunió el arrojo suficiente para descolgar titubeante el teléfono:
                       
-          Hola Roberto, ¿cómo estás? Hace tiempo que no tenemos noticias de ti pero no olvides que sabemos lo que hiciste y pagarás por ello.

Tras la amenaza no tuvo tiempo de réplica. El teléfono, de nuevo, había dejado de funcionar. En apenas diez segundos de llamada al desconocido emisor del mensaje le había dado tiempo a provocar en él una vorágine de reacciones, pero ninguna que tuviese que ver con el miedo. Intriga, indiferencia, interés, desazón, pero no temor. Lo primero que se le vino a la mente tras recibir tal intimidación fue el nombre: Roberto. ¿Sería así como me llamaba?, se preguntó inquieto. ¿Era esa la palabra que tanto había rebuscado en su interior y con la que no había topado?. Enseguida caviló, quizás para quitarse el peso de la duda de encima, que la amenaza podría no tenerle como objetivo. Tal vez se habían equivocado de número, es algo muy común, reflexionó.
Ya parecía convencido por la propia realidad que se había montado cuando el teléfono volvió a sonar. Antes de descolgarlo miró el reloj y calculó que había pasado casi una hora desde la anterior llamada, eran ya las siete y media. Sesenta minutos intentando buscar una pizca de raciocinio a todo lo que le estaba sucediendo. En esta ocasión, tras levantar el auricular con determinación y escuchar palabra por palabra la misma sentencia logró murmurar en tono interrogativo un disculpe que fue precedido por una clara condena.

-          No te hagas el tonto. Sabes muy bien de lo que te hablo. No tienes escapatoria.

Otra llamada y su coartada desmontada por completo. Una segunda llamada ya era mucha coincidencia y más para alguien que busca intimidar, concluyó. Parecía pues que la víctima de las amenazas no era otro que él. Dos llamadas en tan poco tiempo le hacían acreedor de ese discutible honor. Ahora bien, si las amenazas le tenían como destino, también el nombre como protagonista; Roberto. O por lo menos esa es la conclusión que extrajo aunque de poco le importaba saberlo.
La verdad es que no le encajaba nada desde el principio. Ni la habitación, ni su rostro, ni el teléfono desconectado que funciona, ni ahora su nombre y las amenazas. Nada. Por ello, dando otra vez rienda suelta a su maltratada imaginación, esgrimió un pretexto algo sibilino para su coyuntura. Desde que había despertado con la mente vacía nada de lo que había pasado era verdadero. Lo único real es que seguía durmiendo en su cama, en ese lecho que tan extraño le había resultado poco tiempo antes, por lo que todo, las amenazas, la amnesia, su aspecto demacrado, era producto de un subconsciente traicionero. Pronto iba a despertar de esta pesadilla y se reiría del mal sueño que había padecido...
O al menos eso es lo que pensaba cuando el teléfono volvió a retumbar dentro de la habitación continuando la temida pesadilla.
-          Buenas tardes Roberto –dijo una voz femenina que en nada se parecía a la de las otras dos llamadas. Espero que esté mejor. Le llamaba de Toxinutri para recordarle que mañana se tiene que reincorporar al trabajo.

Esta afirmación le descolocó más que las amenazas. Pasaron unos segundos hasta que acertó a responder
-          Gracias, por avisarme pero lo recordaba –replicó en un tono poco convincente.
-          ¿Está seguro? –continuó ella algo desconfiada por la credibilidad de la voz que acababa de escuchar.
-          Si sí, no se preocupe –adujó. Es que me pilla algo traspuesto.
-          De acuerdo, hasta mañana entonces –concluyó escéptica.

Roberto, que ahora ya si que no dudaba de la veracidad de su nombre, se despidió con un simple adiós. Ya no podía con todo. Por si no fuese suficiente con la amnesia y a las amenazas, ahora tenía que sumarle un trabajo misterioso en una empresa no menos enigmática; Toxinutri. 



El reloj marcaba las once menos diez cuando un recuerdo, el primero del día, resonó en su hueca cabeza. Abrió el armario y tras sacar de él con poca delicadeza pantalones, camisas y demás, cogió un mono de trabajo. Era blanco, de cuerpo entero, y sobre el pecho llevaba un emblema formado por una especie de depuradora y un grifo de dimensiones faraónicas. En la espalda, de hombro a hombro, llevaba una inscripción: “Toxinutri SA. La solución a todos sus deshechos”.
Abrió la cremallera y como si de una prueba definitiva se tratase se desnudó para probárselo. Parecía hecho a medida, le encajaba a la perfección. Tanto que no se lo quitó ya que con él se sentía mucho más cómodo que con unos vaqueros rotos y una sucia camisa, como protegido por una fino velo que concordaba con su imagen desmejorada...

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