domingo, 21 de noviembre de 2010

Oda a Benedetti. 2a Parte

....Abatido por los golpes certeros de una existencia desconocida se dejó caer sobre la cama. Desde la última llamada había desistido en su afán de encontrar alguna explicación a los acontecimientos y se había dedicado a contemplar extenuado el ajetreo del mundo desde su ventana. Antes de cerrar los ojos por un agotamiento más mental que físico, miró el reloj entendiendo que era del único que se podía fiar. Sus manecillas marcaban las dos de la madrugada. Ya no podía más. No hoy.



Se despertó por la luz que entraba por la ventana entreabierta. Se le había olvidado echar la persiana. Como siempre, recapacitó. El reloj marcaba las ocho y veinte por lo que pensó en quedarse un poco más en la cama ya que aun le quedaban más de dos horas para entrar a trabajar. Era lunes y estaba más contento de lo habitual ya que esta semana le tocaba inspeccionar los niveles de las aguas residuales y no el tratamiento de estiércol liquido. Al mirarse en el espejo recordó que llevaba tiempo queriendo llamar al peluquero porque necesitaba urgentemente un buen corte de pelo. Se extraño de llevar puesto ya el mono de trabajo, sin embargo, un fuerte estruendo procedente del exterior captó su atención. Se asomó a la ventana y no pudo contener la risa cuando, en la cera de enfrente, vio a una anciana que intentaba pasear a un perro aunque era este segundo el que más bien parecía pasear a la mujer. A pocos metros de la primera escena, dos hombres discutían airadamente junto a dos automóviles accidentados. Aunque vivía en un octavo piso captó alguna de las lindezas que se dedicaron los susodichos.
Seguía presenciando la disputa cuando el teléfono comenzó a sonar. No necesitó mucho para averiguar el significado. Aun así, respondió. Efectivamente, a la otra línea del teléfono la misma voz masculina de todos los días, el mismo tono envolvente, sereno, formal y, como no, el mismo mensaje. “Roberto no olvides que sabemos lo que hiciste y pagarás por ello”, afirmó sin balbucear.
Roberto ni siquiera se dignó a contestarle. Al principio, cuando hace un año comenzaron las amenazas, pensó que sería una broma pesada de algún alma atormentada que no tenía escrúpulos. Con el paso del tiempo comprendió que fuese quien fuese el autor de las amenazas iba en serio. Todos los días llamaba cuatro veces, sin faltar a la cita. Discurrió que debía ser alguien  conocedor de todo lo que hacía porque las llamadas siempre se acoplaban a su horario de trabajo. Cuando tenía turno de mañana, a las seis de la mañana sonaba el teléfono. En las semanas en las que, por el contrario y como era el caso de esta, entraba a trabajar por la tarde, las amenazas se retrasaban unas horas coincidiendo así con el momento en el que se despertaba. Nunca fallaba. Cuando se dio cuenta de la gravedad del asunto su vida cambió por completo. Ya no se relacionaba con nadie, solo salía de casa para trabajar y si tenía algún plan lo anulaba con una lista de excusas que había ido perfeccionando con el paso del tiempo. Dejó hasta su casa recluyéndose en un pequeño piso de escasamente cincuenta metros cuadrados. Consideró que si se instalaba en una finca tan concurrida como en la que ahora mismo vivía nadie se arriesgaría a ir a por él por miedo a ser visto por algún vecino.
Pese a todo, desde el fatídico accidente todo cambio. De nada sirvió que la justicia le declarara inocente del doble homicidio por imprudencia del que se le acusaba. No existe el día que no recuerde aquella aciaga tarde de domingo en la que, por culpa de la intensa lluvia que arreció durante una semana, colisionó con otro automóvil. El infortunio hizo que el otro coche se estrellase contra una pared y que sus dos integrantes, madre e hijo de tan sólo dos años, murieran en el acto.
Aunque un juez le absolvió de toda culpa su conciencia no le había concedido el ansiado perdón. Las continuas amenazas habían hecho que aflorara en él un firme sentimiento de culpabilidad que no podía extinguir. Se sentía culpable de ambas muertes aludiendo a que si ese día no hubiese cogido el coche nada hubiese sucedido. Por encima de las amenazas, a las que ya veía como parte de su vida insustancial, era su remordimiento el que no le dejaba pasar página. Seguía clavado en aquella lluviosa tarde de otoño reviviendo día tras día con impotencia el accidente. En cada recuerdo apretaba con mayor fuerza si cabe el freno de su coche pero el agua siempre le ganaba la partida.



Su estado de salud se estaba deteriorando paulatinamente y por eso le dieron la baja por seis meses en el trabajo. Hoy era el día de su reincorporación aunque no se veía con las fuerzas necesarias ni para traspasar la puerta de su casa. Llamó a la empresa y se excusó empleando una de sus tan manidas evasivas. Ahora solo le quedaba ver pasar otro día más desde su ventana y esperar a que el teléfono sonase para descolgarlo y escuchar una vez más una amenazaba que ya se sabía de memoria. “Roberto no olvidemos que sabemos lo que has hecho y vas a pagar por ello...”, atestiguó en voz alta mientras se dejaba caer sobre la cama.

Mientras llegaba la amenaza jugó a inventarse un día en el que no recordase nada, ni su propio nombre, ni su aspecto, ni por supuesto aquel duro revés. Ideó un día en el que su único problema fuese el de reconocer la voz de la persona que estaba al otro lado del teléfono. Bendito problema, añoró mientras cerraba los ojos con la ilusión de despertar algún día con la mente en blanco.

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