miércoles, 12 de enero de 2011

realidad literaria

El reloj apenas marcaba las 6 de la madrugada pero el insomnio se habia apresado de él esa noche. No había podido dormir, pero tampoco parecía importarle. De hecho, era casi como una tradición semana tras semana. Había llegado el jueves, día de correo. El pueblo, por llamar de algún modo a esa sucesión de no más de 20 casas separadas por una única calle angosta y sin asfaltar, aun no había despertado y, como cada mañana, tan sólo se respiraba en él el aroma a excremento procedente de los pastos que lo rodeaban.
Desde que su mujer falleció, ya hacía cuatro años por causas todavía desconocidas, Don Manuel de Ogirando se había recluido en condiciones inmundas en su vieja casa. De este octogenario se decía que la muerte de su esposa le había llevado a la locura. Se aseguraba que su afán último era esperar a la negra dama sobre la misma cama en la que pereció su cónyuge. Incluso se chismorreaba que cuando salía de su refugio lo hacía musitando palabras inteligibles y lamentos propios de una plañidera. Pese a todo, la única certeza que de él se conocía, es que cada primer jueves del mes recibía una carta y que ese era el momento en el que aprovechaba para hacer acopio de cualquier aprovisionamiento necesario.
La mañana iba transcurriendo entre el ínfimo bullicio de un pueblucho tan minúsculo y una fina cortina de lluvia que al golpear sobre el empedrado de las calles producía un traqueteo aletargante. Impasible, sobre la banquina de la carretera, esperaba la buena nueva que el cartero le traía con periodicidad. Desde su posición Don Manuel pudo apreciar que el improvisado reloj del ayuntamiento instalado en la propia casa del párroco marcaba las 10 de la mañana. Unos pocos minutos más tarde, y fiel a la tradición, en el horizonte se vislumbró la destartalada motocicleta del cartero que, con el casco en una mano y tras haber dejado su motociclo anclado a la única farola del pueblo (junto a la casa del cura-alcalde), empezó su corto peregrinaje por las casas repartiendo la correspondencia para, a su vez, departir con los vecinos.
Llegó el turno de la casa número 14, la de Manuel. Este, como si en la misiva fuese su vida y el cartero fuese poco menos que su héroe salvador, se levantó como un resorte para recibirle.
-Lo siento Manuel, pero esta vez, y mira que me ha parecido raro cuando me he dado cuenta en Correos, no hay ninguna carta para ti-, espetó el mensajero con frialdad.
Nada, ni una sola palabra, ni un gesto. Tan sólo un leve suspiro que acompasó su regreso de nuevo a su celda. Allí intentó gritar pero la garganta le ardía.
Había entendido lo que ella le quiso decir en la última carta: "Ya va siendo hora de que tu escojas tu camino y puedas continuar con tu vida, además, yo necesito descansar . No puedo seguir atada a ti. Entiéndeme, lo siento".
Hace una semana cuando leyó esa sentencia, no había entendido, o no lo quiso hacer, el significado real de esas palabras. Ahora, subita e irremediablemente, la realidad se había cruzado en su camino. Ya nada le impedía llevar a cabo la empresa que tenía en mente, nada le unía a esa casa que había sido su cementerio, ni las cartas le ataban ya. Era hora de dar el paso. Deambuló por última vez por esos pasillos de lava envuelto en una bruma gris. Cogió una silla del salón, una cuerda del húmedo trastero y se dirigió al dormitorio en el que pocos años atrás su mujer le había abandonado... era el momento del reencuentro.

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